miércoles

Ibarra, 1955

No logro recordar la sonrisa del Pedro.
A mi mente solo llegan imagenes monocromaticas, niños corriendo, los durmientes rodando bajo nuestros pies y la gran locomotora.

Mi infancia parece haber transcurrido entre la escuela, los amigos del barrio, los juegos, mi madre y sus guisos... De eso han pasado mas de cincuenta años, en mi querida Ibarra.

Octubre cambió las cometas, hechas con zigse, por libros de geografía y de historia con relatos de sitios lejanos que nunca pensé en conocer. El sonido de la acera empedrada era tan distinto cuando usaba mis zapatos de charol para ir a la escuela.

El sol de medio dia me veía volver al pequeño salón de mi madre, donde servía almuerzos. Ayudaba a pasar los platos y a comer "al apuro". Me esperaba aún la jornada vespertina, en la que usualmente dormitaba con los ojos bien abiertos. El Hermano Jacinto, que dictaba Historia, paseaba por los pupitres con las manos cruzadas hacia atrás y un regla de madera en una de ellas. Si alguien tenía la osadía de cerrar los ojos en sus clases, inmediatamente era despertado furicamente con un golpe en la nuca.

El verano se extinguió. Noviembre trajo las lluvias y las nubes que cubrian el tayta Imbabura en las tardes. El olor de la vereda mojada nos acompañaba al salir de la escuela. Pero, era imprescindible llegar a casa y dejar el carril.

A las cinco en punto empezaban "los cambios" en el Obelisco. La locomotora grande, que había llegado hace unas horas a la estación, debía ser guardada en los patios de los ferrocarriles. Una maniobra no tan complicada, pero tan deliciosa para nosotros.

Una veintena de niños esperabamos ansiosos en el andén. Al oir el silbato del tren, de inmediato perseguíamos a la locomotora, que daba la vuelta junto al Obelisco. Los maquinistas dejaban cerrado el vagón de primera clase, pero el resto se convertía en nuestro parque de diversiones.

La técnica para correr entre los durmientes había cobrado muchas caídas, pero eso no nos preocupaba ya que cada día teníamos una nueva oportunidad. Una vez alcanzada la escalera trasera, el resto consistía en una mezcla de fuerza y equilibrio. Los mas osados incluso subían a los techos de los vagones.

Todo el aborozo transcurría en unos quince minutos. La locomotora giraba y entraba a los patios de frente o de reversa. A veces los vagones necesitaban mantenimeinto, o la locomotora debía salir en la madrugada hacia Otavalo y de ahi llegar en cuatro dias a Durán.

Cuando los maquinistas habían parqueado el tren, su labor consistía en bajarnos de los vagones. "Bajen guambras vagoooooss". "Ya vayaaan a la casaaa". Salíamos con las manos en los bolsillos de los patios, pateando alguna fruta podrida que se cayó de los vagones. Empezaba a atardecer y yo llegaba a casa para ayudar a servir las meriendas.

Debió haber sido en la primera semana de diciembre. Recuerdo que el Hermano Jacinto nos advirtió que los parciales estaban a pocas semanas. El Pedro me miró en ese instante, pero he olvidado que me dijo o cual fué la expresión de su rostro.

Ese día no llovió, salimos todos y en una veloz carrera dejamos los carriles en casa y emprendimos nuestra huída cómplice a la estación. Llegamos y nos sentamos en la pared, justo debajo de la boletería. Oíamos claramente a los maquinistas, enterándose de los itinerarios a cumplir y organizando como parquear los vagones.

No recuerdo, tampoco, haber oído el silbato. Corrí tras de los otros niños instintivamente. Mis pies aún calzaban perfectamente entre los durmientes, y mientras agarraba la escalera pensé que tal vez el proximo año ya no podría hacerlo, porque no me habían comprado zapatos en dos años y en el próximo Octubre estrenaría un par nuevo.

Mis pensamientos se interrumpieron cuando varios compañeros me empujaron al querer llegar a ver por la ventana. "Se cayó!", "Quién?", "No le veo!!". Mi mirada encontró a un niño rodando por la parte trasera. Yo me había quedado junto a la escalera y fuí el primero en ver la terrible escena. Las palabras no salían de mi boca y fué tarde cuando logré articular alguna silaba. El maquinista había frenado la locomotora y varios ayudantes corrian hacia la riel, casi todos los niños también bajaron. Inmóviles, miraban.

Pedro se retorcía de dolor. Un maquinista ató su camisa alrededor de la pierna destrozada de Pedro. "Un carro!, traigan un carro!". Levantaron el pequeño cuerpo de Pedro y vi como su pierna colgaba sujetada solo por hilachas de carne y el pantalon, mientras su sangre se derramaba sobre los durmientes.

Nunca regresamos a "los cambios".

No logro recordar la sonrisa de Pedro.
Hoy, cincuenta años después, lo he encontrado.

No me reconoció, y al principio yo tampoco. Tuve que pasar junto a él varias veces para estar seguro que se trataba de aquel infortunado compañero. Pedro es tan distinto ahora.

Puedo ver que su pantalón no ha sido lavado en mucho tiempo. Su cabeza está escondida bajo un viejo sombrero de lana. Sus manos se confunden con el betún y manchan la pared cada vez que se levanta a buscar un nuevo cliente. Se apoya en una improvisada muleta y grita: "Lustro!, Lustro! limpio gamuza con polvo!".

Miro fijamente sus ojos, me acerco. Pedro me confunde con un cliente, se sienta y deja su muleta junto al cajón de los betunes. Le tiendo mi mano. " Hola Pedro..."

1 comentario:

Anónimo dijo...

gracias amigo! gran post!